Era, primero un carrusel, o un niño primero y un carrusel después. Nunca se sabrá.
La cosa es que el niño estaba enfermo de un mal de pie o de pierna que lo tenía impedido de caminar. Así pues, se pasaba el tiempo mirando por la ventana abierta dar vueltas al carrusel y oyendo su música alegre del otro lado de la calle.
Veía los corcelitos pasar corriendo, desbocados, las bocas rojas de grandes dientes blancos y las crines de madera sueltas al viento.
De modo tal que le fue tomando tanta simpatía al caballito, que no hubo tarde que no lo mirara ni noche que no soñara con él. Y, precisamente, una de esas noches en que estaba soñando, sintió un fuerte resoplido junto a la ventana, ¡brrrrr!, y despertó sorprendido por los ojos del caballito que lo miraban.
—Oye, ¿qué te parece si damos una vueltecita por el campo? —dijo, y el niño se sintió tan contento que le saltó el corazón de alegría.
—¡Ahora mismo! —dijo
—Pues monta —respondió el caballito. Pero de repente el niño se contuvo:
—Es que la pierna... el pie... Mi tía dice que hay que esperar.
—Bueno —contestó el corcelito blanco—, si te alegra, ¿qué daño puede hacerte?
—¿Tú crees? Tal vez puede que sea así.
—Entonces no perdamos más tiempo. Salta y monta, que viene el día.
Y así lo hizo el muchacho, más contento que nunca y oyendo en la noche el galope del caballito que golpeaba las calles de la ciudad.
Claro, que hay que ver lo que es el nacimiento del día cuando queda aún alguna estrella demorada en el cielo. Y luego, cuando la mañana se va desprendiendo de las nubes, con su pupila de colores bonitos. Estas cosas son más lindas de ver que de contar; y eso fue lo primero que asombró al muchachito, ya en pleno campo, al amanecer, cuando el caballito se detuvo resoplando.
—¿Qué te parece?
—¡Qué estrellas más altas y más limpias! ¡Pero se van borrando!
—No lo creas del todo. Mira bien, abajo. Se han quedado en las de las hierbas.
—¿En las hojas?
—El rocío, mira bien.
—Es verdad. Brillan igual.
—Y con el mismo sol de siempre. El sol de anoche en otro sitio del cielo. Ahora, en cuanto suba la luz, se pondrán los pájaros a cantar que da gusto. Cada quien del monte irá a sus cosas. Hasta los caracoles; los verás con sus tarritos afuera, andando por los caminos para atender sus asuntos.
—Es muy lindo.
—Y ahora, observa por entre mis orejas y dime qué ves.
—Un río, y grande.
—Pues vamos a cruzarlo.
—¡Cómo! ¡Si no sé nadar!
—Yo nadaré por ti. Tú sigue montado y verás que ahorita llegamos a la otra orilla.
—Pero… espérate, que hay una dificultad…
—¿Cuál?
—Que si me mojo el pie… la pierna… porque mi tía siempre dice…
—Bueno, si te gusta la otra orilla no puede hacerte daño.
—¿Aunque me moje en parte?
—Aunque te mojes todo.
—Bien, si tú lo dices, entonces vamos.
Y el caballito se echó al agua con su jinete y pronto estuvo nadando en medio de la corriente para alcanzar la orilla opuesta. Había allí un monte de guayabas y un batallón de cotorras comiendo de ellas.
—¿Y eso qué es?— preguntó el niño riendo.
—¿Esa?, esa es la gente más conversadora del monte— dijo el caballito. — No se sabe el tiempo que pasan hablando tonterías, pero hacen falta porque alegran el aire con sus colores.
—Pues mira que son graciosas.
—Con tal que no le pongas atención a todo lo que dicen, graciosas son.
Y el niño, que se llamaba Alejandro, y que no hemos dicho su nombre porque el caballito no necesitaba preguntárselo, se echó a reír abiertamente con el asunto de las cotorras y, después, al volver la cabeza, vio al caballito que, arqueando el cuello, le ofrecía un ramo llenito de guayabas maduras.
—Esto, ¿se come?
— Diente con diente toda la que quieras.
Alejandro tomó en sus manos las guayabas, y cuando ya iba a morderlas, de nuevo se contuvo.
—¿Y si son ácidas?
—¿Qué?
—No, que no sé. Tal vez la digestión, porque mi tía dice que si…
—Si te gusta su aroma, te gusta su carne. Ningún daño te hará. Prueba.
Y desde luego que el niño probó. Y le supieron a gloria las guayabas con semillas y todo. También el caballo, a su vez, comió guayabas, y Alejandro oyó, por primera vez, ese agradable rumor a boca cerrada que hacen los caballos cuando mastican algún alimento que necesitan triturar.
Luego bebió el corcelito en el río, y el niño mirando de qué modo tan interesante sube el agua por el cuello de los caballos en forma de pelotas que se siguen unas a otras, detrás de la piel.
Y así, después que el batallón de cotorras estuvo harto de hablar y comer, éstas levantaron el vuelo llenando el cielo de color y se largaron de allí. Entonces el caballito dijo:
—Bueno, monta que nos vamos.
—Pero, ¿ya de regreso? ¿Tan pronto se acaba todo? – dijo Alejandro, y el corcelito blanco, soltando un alegre relincho, que era su risa natural, dijo:
—No, todavía. Hay mucho que ver y apenas ha empezado el sol. Así que trepa.
—Pero, ¿a dónde vamos? –preguntó Alejandro. Y el caballito, por primera vez, echando atrás las orejas, dijo:
—Cuando estés contento que no te importe a dónde vayas.
La verdad es que esta vez el niño no entendió nada, porque hasta los caballos hablan alguna vez de un modo muy extraño. Pero como el caballito tenía las orejas indispuestas, pensó el niño que había dicho una cosa muy importante y saltó sobre su lomo.
—Bien, llévame a donde quiera que vayas.
Y echó a correr el corcelito blanco que daba gusto su carrera.
Sonaba el viento en los oídos de Alejandro como cuando hay ciclón y el aire silba en los alambres. Agarrado fuertemente a las crines, miraba viendo venir el camino a toda velocidad, cerrado de monte bonito y de algunas ramas que pasaban sobre su cabeza, obligándolo a agacharse a tiempo para no ser golpeado.
Y así estuvieron, corre que te corre, hasta que fue disminuyendo el galope, porque ahora el camino subía como si quisiera desembocar en las nubes.
—¿A dónde vamos? –gritó Alejandro para ser oído, y el caballito, sin detenerse, volvió la cabeza:
—Arriba. A la montaña, y si hubiera camino, a mucho más.
Alejandro se sonrió contento, y como ya no era tanta la carrera, empezó a mirar a los lados. A la izquierda el río se iba quedando allá, donde estuvieron, y a la derecha la tierra, creciendo, aprisionando piedras y raíces que salían al camino.
—¡Oye, se ve el río como un cinto de plata!
—Espera y lo verás como un cordelito en el suelo. Ciérrate el cuello que allá hace frío.
—¿Me hará daño?
—Ninguno.
—Entonces, ¿para qué cerrármelo? Además, estoy agarrado a la crin, ¿con qué manos?
—Empiezas a entender y yo me he vuelto tonto.
Y, corre que te corre, siguieron hasta que al fin, bañado en espumoso sudor, el caballito blanco se detuvo en lo alto de la montaña.
— Salta al suelo y mira –dijo.
Pero era tan hermoso el paisaje, que no tuvo que decírselo dos veces. De un salto, Alejandro se desmontó y fue hasta el borde de la montaña a mirar abajo.
¡Qué verde tan intenso tan distante! Un hombre iba por allá, por su camino, chiquito como una pulga a lomo de su caballo, pequeño como un grillo. Y el río, efectivamente, era un cordelito de plata que curvaba entre los árboles. Pero lo que más llamó la atención de Alejandro fue una nube perezosa que venía moviéndose más debajo de la montaña.
—¡Cómo! ¡Somos más altos que las nubes!
—Ya lo estás mirando – ijo el caballito.
—No, no puede ser. Siempre las nubes le quedan a uno por encima de la cabeza.
—Bueno, siempre que uno no se decida a sobrepasarlas. ¿No has volado nunca en avión?
—No, nunca, ¿y tú?
—¡Hombre, Alejandro! ¿Quién ha visto un caballo volando en avión?
—¡Es verdad! –dijo riendo el muchacho, y el otro relinchó de pura risa también.
Después Alejandro estuvo recogiendo esas flores solitarias y hermosas que crecen en las montañas, y que nadie pone en búcaros como si sólo fuesen bonitas las rosas y las flores de jardinería. En tanto, el caballito se tendió en el suelo y había que ver las vueltas que daba, retozando en la hierba como un muchacho. Alejandro se reía de sus gracias y maromas, y como el caballito viera que esto le daba gusto, dio tantas vueltas que en una de ellas se acercó, peligrosamente, al borde de la montaña.
—¡Cuidado! –dijo Alejandro, y el caballito dijo:
—¡Contra! Una monada más y vas a tener que bajar tú solo. Mira, mejor nos vamos. Ya viste todo lo lindo de aquí – y el niño dijo:
—Como tú quieras; nos vamos, pero… no a casa todavía, ¿verdad?
—Todavía –dijo el caballito, y esta vez se agachó hasta el suelo para que el niño montara.
—Eso sí, agárrate ahora más firme que antes, porque si subiendo corrí, imagínate cómo será bajando.
—Yo no tengo miedo –dijo Alejandro, y esta vez el caballito sólo dijo:
—¡Eso es! —y arrancó a correr:
Naturalmente que en esta ocasión la carrera fue tan veloz, que el niño se pasó el tiempo con la cabeza pegada al cuello del corcelito y las manos aferradas a la crin. De modo que ni vio por dónde iba hasta que, de un tirón, se detuvo y Alejandro se corrió a la cabeza del caballito.
—¡Contra! –dijo el niño sorprendido, y el caballito dijo:
— Enderézate. Ojos, oídos y nariz ahora. Mira lo que tienes enfrente.
Bueno, había que oler, ver y oír. No en balde el caballito le había dicho las tres cosas. Pero Alejandro no supo si oyó el ruido de la marejada primero, o si fue el olor de la sal en el aire, o vio el azul, intenso, lindo, que venía a romperse en espumas a la playa.
—¡El mar! –dijo el muchacho, loco de contento.
—¡El mar! –dijo el caballito.
— ¡Maravilla! ¡Cómo hay olas y olas! Y los pájaros esos, volando, ¿a dónde van?
—Gaviotas – aclaró el corcelito.
Y Alejandro se desmontó de un salto y empezó a quitarse las ropas. Primero los zapatos –que los tiró lejos—, luego la camisa, y en cuanto empezó a zafarse el cinto, se detuvo inesperadamente y se quedó mirando al caballito. Claro que el caballito sabía lo que pensaba el niño. No; no era que le diera pena quedarse desnudo. Para eso eran amigos, y además varones los dos. Es que… otra vez la misma cosa. Entonces el caballito lo dejó que hablara:
—Bueno —empezó el niño con la cabeza baja—, es que quizás el agua salada… porque las piernas, dice mi tía… Pero esta vez el corcelito blanco no le contestó. Paso a paso vino hasta él, se agachó a su lado y le dijo:
—Acaba de quitarse la ropa y monta.
Y Alejandro lo hizo. Se quedó bien en cueros, como había venido a este mundo tan falto de caballitos blancos, montó en su caballo y, naturalmente, el corcelito empezó por meterse en el agua hasta que al momento estaba nadando y el niño prendido a sus crines primero, luego a la cola y después muertos de risa los dos.
Ni qué decir que allí pasaron el resto del día. Unas veces en el agua, otras cogiendo sol en la arena o buscando caracoles grandotes que tenían por dentro, pintados, los colores del amanecer. En fin, anduvieron libres y dichosos hasta que cayó la noche y Alejandro tuvo hambre y sueño, porque desde luego, un niño no sólo vive de guayabas.
Así que el caballito le dijo:
—Monta, que nos vamos.
Y montó y echaron a correr otra vez bajo las estrellas hasta que llegaron a la ciudad y a la ventana de Alejandro. Allí mismo, el niño se despidió del caballito dándole un beso en la frente, de un agradecimiento tal, que sonó como un cohete.
Entonces el caballito le dijo:
—No hay nada que lamentar. Volveremos a andar juntos. Pero esta vez, recuerda, tú vas a buscarme.
—Lo que digas —dijo Alejandro, y lo vio cómo se marchaba al carrusel para ocupar su puesto entre los demás caballos.
Al otro día el médico vino a casa de Alejandro, al atardecer, y al preguntar por el niño, la tía, con los ojos más felices del mundo, le dijo que estaba en el carrusel, montando un caballito blanco. El médico, que era un hombre bueno, viejo y sabio, se puso de pie sacudido por la noticia.
—¡Pero cómo, si todavía, no puede caminar!
—Desde esta mañana –dijo la tía, y el médico, mirando por la ventana el carrusel, dijo sentándose de un golpe:
—¡Contra! ¡Increíble! ¡Pues sí que son buenas estas medicinas mías!