sábado, 23 de septiembre de 2017

Romance del Diente de Ajo de Ariel Mastandrea (Uruguay)



I



Hubo un Diente de Ajo que se enamoró de una Rosa de Francia.
Romance más raro no se conoce, ni enamoramiento similar es poco probable que se repita entre perfumes de flores y costumbres de semillas tan distintas.
Como todo el mundo sabe, los ajos son obreros muy trabajadores de la Fábrica del Sazonar. Viven en familia apretada, entre almácigos, con sus casitas de techos y chimeneas blancas, todas iguales y redondas. Son muy buenos para el corazón y bullangueros para el estómago, les encanta tocar la guitarra, armar alboroto y hacer muchas fiestas donde comen guisos picantes y toman mucha sopa.
Se quieren tanto unos a otros y se enamoran tan rápido, que terminan con una cantidad de hijos que forman ruedas contentas, todos trenzados y a las ristras en su Sindicato de lo Igual. De tantos trabajos y festejos se vuelven muy sudorosos y huelen como huelen los ajos, muy condimentados.
Este Diente de Ajo era un ajo sonriente muy trabajador y contento, y más bien feíto.
Le encantaba tomar agua en pleno día, cantar a la noche con sus parientes y amigos, a los abrazos y festejos con todos en el siempre variado arte del  parrandear.
Tenía cuarenta y dos hermanos, ochenta y tres hermanas, seiscientos doce sobrinos, mil cuatrocientos cincuenta y cinco primos, sin contar a los tíos que de tantos que eran no se podían contar con los dedos.
Como la mayoría de los ajos, muy ordenado no era; ante tanto trabajo del sindicato y jolgorio, cuando terminaba una fiesta ya empezaba otra y no había mucho tiempo para perder después del sazonar.
Las rosas, muy por el contrario de los ajos, viven en familias solitarias, en sus castillitos aristocráticos, todos perfumados en el tono pastel correspondiente para cada estación de la moda.
Se dedican a las altas finanzas y al espinar.
Les gusta especular con las Semillas de la Bolsa y guardan muy celosamente sus Abonos en el Banco del Jardín, donde tarde o temprano, se vuelven altos ejecutivos del pinchar.
Para esta tarea se necesita mucho carácter y empecinamiento, pero a pesar de todo, son de modales suaves, coleccionan antigüedades y les gusta la ópera vista desde los palcos dorados.
Cabe aclarar que en la antigüedad solían viajar y hablar muchos idiomas, pero con el tiempo y debido al abono importado, al final terminaron hablando poco y viajando menos; sólo aterciopelan… Y está de más decir que no les gustan los apretujamientos ni los besos, porque se ajan, se despetalan.
De todo eso más bien poco.
Apenas los minués.
Y eso si hay órgano.
Esta Rosa de Francia era una rosa hermosísima, alta y perfumada que vestía un amplio y satinado vestido rosado.
Siempre fue de carácter afable.
Era hija única y sólo tenía tres primas: las Rosas de Té, un primo lejano: Don Diego de la Noche y una tía un poco sorda y chiflada: la Rosa Silvestre de la Enredadera.
Esta tía era muy querida por todos, pero vivía lejos y casi no visitaba; la pobre tenía artritis en el tallo y odiaba tomar un taxi porque se apretujaba y se despetalaba, así que no se bajaba por nada del mundo de su Cerco Florido en la Pradera.
A esta Rosa de Francia tan elegante y tan bella, le gustaba tomar café descafeinado y sin azúcar y aprendía bordado y latín en su jardín.
Era una rosa muy prolija y muy aseada, todo un verdadero pimpollo.
Como todo lo importante tiene que suceder cuando sucede, sucedió.
Así de pronto.
Fue cuando avanzó la Luna de Octubre a mirarse en el Espejo de la Noche, que es cuando suceden las cosas más maravillosas alrededor del Estanque de la Primavera.
El Diente de Ajo se iba a parrandear con un grupo numeroso de sus hermanos para  festejar el nacimiento de diez de sus nuevos primos, que habían nacido todos juntos aquel mismo día, en quintillizos y en doble, como corresponde a toda buena familia de Ajos Cabezones.
Justo pasaban armando alboroto y agitando matracas por el sendero del castillo de las Rosas de Francia, cuando él la vio.
La Luna de Octubre en ese preciso momento se pintó su lunar en la parte más plateada  del Deseo.
Ella estaba en su almenado almenar, alta, sola y rosa-rosada y perfumada como nunca.
El estaba allá abajo, bajito y feito, en medio de una muchedumbre de ajos olorosos y con la boca abierta.  
Ella lo vio exiguamente desde su lejanía, apenas le pareció curiosa su sonrisa.
El casi ni pudo asombrarse de tanto espacio que se llenaba de estrellas en lo que el creyó que veía.
Sopló un vientito leve, apenas prometedor de promesas.
Ella sintió un frescor condimentado en la noche que le ayudó a recitar a Ovidio con una nueva entonación que no conocía.
El apenas pudo llegar a donde llegó, si es que a algún lugar llegó.
A ella le quedó un gusto a algo picante que le gustó, a él le supo a poco lo que sabía del mundo y quería más; no sabía de qué, porque estaba perdido.
Así que a partir de ese momento el Diente de Ajo y la Rosa de Francia tuvieron que averiguarlo todo en los caminos entreverados del Deseo.
Que no es tarea fácil.
Uno duda, desconfía, no sabe si preguntar o responder, si escuchar o esconderse, si mirar o no ver, si ir o quedarse, si esperar o decidirse a no decidirse.
Pero en el fondo uno siempre sabe. Ese es el secreto.
Los que se animan a reconocerlo desde el principio resultan ser al final los más felices.
Desde esa noche y todas las noches sucesivas, el Diente de Ajo llegaba hasta el sendero del castillo de las Rosas de Francia, cruzaba un puente, se colocaba debajo del almenado almenar, se quedaba quietito en un cierto lugar iluminado.
Durante mucho tiempo fue así:
Ella estaba allá arriba y él allá abajo.
Los dos en algún lugar distinto de la noche.
El miraba para arriba y ella miraba para abajo.
Y cada uno tenía su mirar en las estrellas; no se sabía quién estaba en el espejo del Firmamento, quién arriba o quién abajo se asomaba al borde oscuro del pozo de la noche.
Así sucede siempre en las estaciones en flor, cuando el amor poliniza con su canto el claror de las noches en el cielo de Octubre.
Sucedió que ella poco a poco comenzó a olvidarse de las declinaciones  y los verbos en latín; él en medio de su desazón, quería más de algo, no sabía de qué, pero con sabor a rosa .
Ella perdió su dedal de seda y se pinchaba con la aguja en su bordado.
El dejó de parrandear.
Fue justo entonces cuando la Luna de Octubre se rio un poquito por detrás de sus últimas nubes de frío, tomó su petaca de madreperla con la que empolvaba su nariz y la abrió , con un gesto perfecto esparció algo del polen de los sueños alrededor del aire de la noche.
La Rosa de Francia se puso en puntas de pie y se inclinó.
El Diente de Ajo se estiró y se estiró todo lo que pudo y apenas llegó.
Hubo un beso floral en el almenado almenar, un cántico de violines para siempre nuevo de porvenires perfumados….
Y ninguno de los dos supo jamás lo que sucedió después.
En las altas torres de los corazones abrazados no se sabía si era de día o era de noche.
Así fue que a partir de ese momento todo cambió.
Se los veían a los dos muy tomados de la mano y recortándose contra el horizonte alejado de los cosas bulliciosas del mundo.
“Dos es mucho para una soledad”  —según dicen los que nunca andan acompañados —pero no estaban solos, estaban iluminados.
Iban muy juntos y con una luz resplandeciente que los seguía a donde quiera que ellos fueran; la luz los abrazaba, les hacía cosquillas en la nariz, los sorprendía entre los besos y los caminos largos de la tarde. Era una luz que flotaba, los protegía alrededor y ellos se reían, hablaban bajito y no sabían qué hacer con esa responsabilidad de luz que les crecía.
Y cuanto más días y noches pasaban, más luz había en sus corazones y en derredor.
Por supuesto que tan extraña conducta no pasó desapercibida para los habitantes del Bosque Secreto.
Hubo murmullos, conversaciones y dimes y diretes por detrás de las celosías de la siesta. Y una vocecita aguda que llegó por fin a una síntesis al recordar un viejo dicho:
—Orejas hablaron, bocas escucharon y tanto lío hubo de besos, que pronto se casaron— dijo con su voz chillona la Lora Verde Atorranta.
—¿Un Diente de Ajo y una Rosa de Francia? —Replicó irónicamente el Lagarto del Estanque Morado—, y luego mostrando todos sus dientes recién arreglados con alambritos por el dentista ortodoncista, se rio a las carcajadas con otra conclusión:
—¡Qué disparate!
—¡Qué disparate!— coreó, se rio la mayoría de los habitantes del Bosque Secreto.
—¡Que disparate!¡Que disparate! Repitió la otra minoría que quedaba.
—¡Pero que disparate!— susurraron los que nunca tenían una opinión sobre nada y siempre votaban en blanco.

Así que nadie creía en este enamoramiento perfumado de especies raras que hacían reír.

Y mucho menos la familia de las Rosas de Francia.

Ni bien se enteraron se les erizó el pinchar de sus espinas; alambraron más de la cuenta alrededor  del castillo; trancaron los portones; enjabonaron con jabón de eucalipto importado el sendero; fumigaron con alcohol alcanforado puertas y ventanas; rociaron cada piedra y ladrillo con perfumadores ambientales; pusieron candado y alarmas digitales al almenado almenar.
Dijeron que no.
Lo repitieron bien clarito:
—¡NO, NO Y NO!
—¡Qué disparate!
—¡Pero qué disparate!

La Rosa de Francia se consumía en su dolor perfumado y evanescente de rosa.
El Diente de Ajo ardía en su condición de estar como frito y sin azafrán.
El aire se tornaba de suspiros y tanto suspiraba que casi no se respiraba.

Lo único que no cambiaba era la luz.
Cuanto más tiempo pasaba, había más y más luz.

Y ellos  no sabían qué hacer con tanta luz.

Una tarde, al verlos tan compungidos, se les acercó La Lechuza para darles un consejo:

—Cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede —les dijo.
—Yo no sé lo que quiero ni hasta dónde lo puedo- —respondió con voz ajada la Rosa de Francia.
—Yo creo que puedo llegar a querer lo que creo que puedo  —dijo con ánimo el Diente de Ajo.
La Lechuza vio que eran una pareja con las cosas muy claras en materia de dificultades; pensó un rato y al final les dijo:
—Necesitan ayuda profesional para sus nuevos problemas, acudan a la Gran Pitonisa del Bosque Secreto, ella sabrá cómo dar respuestas a sus problemas.
Pero tengan cuidado. Tengan mucho cuidado —dijo lacónicamente La Lechuza. —Es un camino difícil… Largo y muy difícil.



II



Un día estaban tan desazonados en su crisis existencial que al final el Diente de Ajo y la Rosa de Francia se decidieron a consultar a la Gran Pitonisa.
Desde muy temprano se prepararon para recorrer el largo camino, tan sólo necesitaron un poco de entusiasmo enamorado, una mochila que tenía la forma de un corazón y dos vasitos llenos de agua.
Al amanecer los vieron las Azucenas de Miel a los dos muy tomaditos de las manos cuando cruzaban el Puente de la Esperanza, que siempre está lleno de esos cisnes de cuello negro que se zambullen y danzan sobre las aguas del Río de los Sueños y dicen que Si y dicen que No a cada cosa que uno les pregunta.
Los dos sabían que no debían internarse en las aguas peligrosas de ese río y tratar de evitar preguntar algo a los cisnes para no marearse en especulaciones inútiles.
Así que una vez cruzado el puente con mucha precaución, se encontraron con un camino que se bifurcaba al final en tres direcciones.
Cada dirección tenía un cartel que indicaba las oportunidades al viajero.
El primero decía: “Este es el camino que va hasta muy lejos, pero el que no sabe a dónde va es posible que no llegue a ninguna parte”.
El segundo decía: “Este es el camino que va paso a paso hacia un destino, puede que llegues, puede perderte, o llegar a otro lado”.
El tercero decía: “Este es el camino que se queda donde está, hasta pensar qué hacer cuando encontremos otros caminos”.
—¿Qué camino tomaremos? —preguntó ansiosamente perfumada la Rosa de Francia.
El Diente de Ajo no demoró mucho en su contestación.
—Tomaremos el camino del medio, es siempre el más seguro.
Dicho y hecho, tomaron el camino del medio y al poco tiempo estaban los dos atravesando una larga galería frondosa de sombras de grandes helechos, allí se tomaron algunos sorbitos de agua y después caminaron hacia la izquierda, hasta donde se encuentra el Árbol del Centeno, que es el que cuenta los días que faltan para lo que te va a suceder.
El Árbol del Centeno estaba en esos momentos muy acalorado, se abanicaba  con una palmeta  y jugaba como siempre a los dados.
—¿Cuánto nos falta para llegar a donde queremos llegar? —preguntó el Diente de Ajo.
El Árbol del Centeno frunció el entrecejo.
—Siempre depende –dijo –de lo que queramos encontrar.
—Queremos llegar hasta donde se encuentra la Pitonisa del Bosque Secreto— dijo simplemente la Rosa de Francia  muy resuelta.
Sin decir nada el Árbol del Centeno agitó el cubilete y tiró, salió: siete.
—Falta poco para lo mucho que te va a suceder. Pero lo poco puede ser mucho para lo que te puede pasar”—dijo el Árbol del Centeno abanicándose con la palmeta y después profirió una larga carcajada.
El Diente de Ajo y la Rosa de Francia apresuraron el paso.

Ya era la tarde cuando atravesaron el Camino de las Pedrerías que está lleno de de esas hermosísimas ágatas orientales que hay que tratar de no mirar para no entretenerse con la belleza deslumbrante de sus cristales.
Oyeron de lejos a unas garzas naranjas que chistaban nerviosas y chillonas:
—¡No miren , no miren! ¡Por aquí. Por aquí! ¡Con cuidado, con cuidado!
Entonces, dando una vuelta por detrás de unas colinas que llaman “Los vecinos chismosos”, se encontraron de pronto en un recodo con la Piedra Negra del Destino.
Este era el momento más peligroso del viaje.
La Piedra Negra del Destino es la que te da poco de lo mucho que tú quieres y te da mucho de lo que tú sabes que no quieres. Es la que te hace decir lo que no debes decir y te hace olvidar lo que deberías hacer.
Pero el Diente de Ajo y la Rosa de Francia tuvieron mucha suerte. En ese preciso momento, La piedra Negra del Destino no los vio porque estaba en el horario de su tarea del llorar y escribiendo cartas que, por supuesto, nunca nadie recibiría.
Caminaron en puntillas para no entorpecer la labor epistolar y siempre lacrimosa de esa señora tan disgustante y amarga.
No pudieron dejar de oír como al pasar, la eterna cantinela de las buenas intenciones no enviadas:
“Querido amigo mío: seguramente sabrás perdonar el retraso de esta carta. Tú sabes que te quiero mucho, pero es muy difícil para mí en estos momentos…”
Así que siguieron derecho caminando hasta el sendero dorado de las Acacias de Noviembre, que suelen demorar a los viajeros con sus cánticos dorados de ramas y de pájaros.
Pero ese día las Acacias estaban de mal humor y no cantaban.
Tenían dolor de muelas y muchas caries llenas de nidos de petirrojos callados.
El Diente de Ajo y la Rosa de Francia muy tomaditos de la mano continuaron caminando; y caminaron y caminaron hasta que ya se les acabó todo el contenido de los dos vasitos de agua y la mochila con forma de corazón estaba desfalleciente.
Ya al final, entre los sauces violetas y los tilos taciturnos encontraron a la Gran Pitonisa del Bosque Secreto: La Flor del Mburucuyá.
Ella estaba recostada en el Muro de Su Gracia, alta y de cofia azul, con su centro de corazones blancos y sus cruces incendiadas de pasión.
Era la flor más hermosa del mundo y también la Gran Maga del Lugar Más Transparente.
La Flor del Mburucuyá los vio tan cabizbajos, tan tristes, tan tomados de la mano y con aquella luz que los seguía a todos lados, que en seguida lo supo.
—¿Están enamorados? —preguntó de lejos.
—Sí  —respondieron a coro dos vocecitas que se acercaban temblorosas.
—El amor es el significado último de todo lo que nos rodea. Es algo misterioso y no es un simple sentimiento, es la verdad, la alegría que está en el origen de toda creación.
 —No sabemos qué hacer  —dijo el Diente de Ajo.
—Deben aprender a saber qué hacer ante las cosas importantes —respondió la Flor del Mburucuyá.
-¿Y cómo aprendemos a saber qué hacer? —preguntó la Rosa de Francia casi en un hilito de voz.
—Lo primero es saber expresar lo que sienten y luego transmitirlo para que se entienda. Esas son las dos llaves que abren todas las puertas a  las respuestas  del mundo —dijo la Flor del Mburucuyá.
—Es muy difícil expresar lo que siento —dijo la Rosa de Francia.
—Y todo se llena de palabras que no entiendo  —agregó el Diente de Ajo.
—Las palabras no entienden lo que pasa  —dijo la Flor del Mburucuyá, recordando a un poeta amigo suyo— hay que preguntarle al corazón.
—Yo le pregunto y le pregunto —dijo el Diente de Ajo—, y cuanto más le pregunto a mi corazón, más palabras aparecen.
—¿Y cómo son esas nuevas palabras? —preguntó la Flor de Mburucuyá, muy curiosa ante aquella ardiente respuesta.
El Diente de Ajo pensó un ratito y luego dijo muy serio:
—Vienen como disfrazadas para no ser reconocidas por la luz.
—Quítales el antifaz —dijo suspirando la Flor de Mburucuyá —Quítales el antifaz.
Dijo esto tan solo y comenzó a dormirse en sus cruces opalescentes y en su  oracular; desde lejos, entre sus sueños, la gran Maga  escuchaba un cántico de voces que repetían vacilantes:
“El amor hace pasar el tiempo; el tiempo hace pasar el amor.
Y todo pasa y todo canta.”
Ninguno de los dos enamorados sabía qué hacer en estas circunstancias pero habían comenzado a expresarlo.
Sobretodo el Diente de Ajo.
—Creo que entiendo algo —dijo. Esto es algo muy concreto.



III


Así fue que el Diente de Ajo aprendió algo muy curioso, utilizaba la luz para descifrar a  las palabras. Y todas las palabras se quitaban su antifaz y eran hermosísimos sus rostros sonrientes. Pero no podía atrapar la imagen de esos rostros.
Le sucedía algo curioso, cuando arribaba a una significación que descubría, al rato se olvidaba. Tan frágil era la luz y tan intenso el esconderse detrás del antifaz.
—Deberías escribirlo para que así no se te pierdan los hallazgos —le había dicho la Rosa de Francia.
Así que el Diente de Ajo comenzó a escribir para poder retener su inspiración entre las cosas que descubría.
“Todos somos una sinfonía.”
Fue lo primero que escribió, y luego pareció escuchar algo:
“Y Todo canta”, escribió después.
El Diente de Ajo buscó entre las palabras y cuanto más encontraba, y más buscaba, aparecían más palabras y él les quitaba el antifaz y las escribía entre las sonrisas de la tarde que escuchaba.
“Todo habla y todo calla. ¿Escuchas como habla y cómo calla?”
“Todo canta alrededor de muchos sentidos”. Sintió que le habían dicho cuando miraban hacia el cielo iluminado de la noche.
La Rosa de Francia cada vez estaba más enamorada de aquello que se iba escribiendo sin cesar entre los muchos sentidos de su corazón iluminado.
—¿Escuchas cómo cantan?
—¿Qué significa? —preguntó la Rosa de Francia.
—El significado eres tú —dijo el Diente de Ajo.
Alguien en ese momento que estaba escuchando sin querer, se sintió muy conmovido por las palabras del Diente de Ajo.
—Es un Diente de Ajo poeta —le dijo lacónicamente la Lechuza  a la Retama  de la Noche, luego agregó con mucho respeto: —Y es un Gran poeta.
La Retama de la Noche quedó como muda al principio por la emoción de semejante noticia. Anduvo como perpleja y flotante entre lo que quedaba de las sombras de la  noche; pero luego, al amanecer reaccionó.
Con la alegría que tenía se puso tintineante  y comenzó a charlar con todo el que encontraba a su paso.
—¡Sólo eso nos faltaba! —dijo el Lagarto Morado del Estanque —¡Un poeta!
—¿Un poeta? —preguntó la Retama Amarilla.
—¿Un poeta? —dijeron muy contentas las Violetas estudiosas en su biblioteca de nácar.
¡Por fin!
—Un poeta —respondieron los bosques en su verdor de ramas del día. ¡Un poeta!
—¡Un poeta ha nacido en la tierra! —corearon, susurraron las azucenas pensativas del río. ¡Qué maravilla! ¡Pero qué maravilla!
Ciertamente el Diente de Ajo se había transformado en poeta.
Las primeras en ayudarlo fueron las Abejas Editoras, que siempre han tenido un olfato especial para detectar los talentos nuevos y  saben captar todas las variaciones sutiles de los perfumes de moda.  
Se entusiasmaron mucho; en seguida pusieron a las abejas obreras a trabajar en las rotativas, consiguieron mucho papel de seda, tinta sin aguar, que ofrecieron gentilmente los pulpos y los camarones del río,  y le hicieron firmar, al Diente de Ajo, el contrato para imprimir sus poemas de lejos. Bien de lejos.
Fueron ellas las que le publicaron su primer libro de poemas: "Rosado esplendor", que a la Rosa de Francia le encantaba porque la hacía marearse en palabras dulces que según ella eran: "Como chocolatines de menta entre los solfeos del cantar".
Apareció un fotógrafo que le hizo clic al poeta.
Él sonrió  porque era muy comunicativo, pero era difícil sacarle fotos, tenía tanta luz alrededor que velaba los negativos.
Publicó un libro que se llamó: "El condimento del condimentar" que fue célebre a nivel popular. Otro que se llamó: "El azúcar del salar", que logró definir su estilo e hizo que los eruditos lo respetaran; pero que era muy difícil de rimar.
Fue necesario que lo tradujeran  a otros idiomas y lo aplaudieran en el extranjero para que después, en la vuelta al original corregido, pudiera ser entendido y apreciado por los intelectuales “serios y locales.”
En su nueva condición y como conviene a un poeta en cierne, el Diente de Ajo se dejó crecer su pelo. Como lo tenía plateado le quedaba lindísimo.
Le hicieron clic y clic y el sonrió y continuó sonriendo; pero seguía saliendo  todo en blanco por tanta luz que irradiaba. Nunca perdió su perfil de feito, ni de bajito, pero pasó a la categoría de "interesante", que es lo máximo en las categorías publicitarias del no decir nada, pero con mucho bombo, estilo y platillo.
Todas las ajas y las cebollas comenzaros a suspirar de admiración ante aquel ajo tan artista.
Y no sólo las sazonadoras de las Fábricas del Sazonar estaban entusiasmadísimas, el atractivo llegaba hasta las pasas de uva del turrón y a las aceitunas de la pascualina, después se dirigió  a las pimientas del fainá y de ahí pasó directamente a las almendras, a las avellanas y a las confitas de las complicadas tortas de quince años y de casamientos.
Ya  al final, una de las frutillas adolescentes que estaba leyendo uno de sus poemas "Del cocina y del cocinar", al encontrar un verbo que él había inventado: "frutillar" y que había hecho coincidir con: "frotar con ardor y enfritar" no pudo más de la emoción que le dio al sentirse aludida  y se desmayó en crema chantilly.
Ese mismo día él publicó sus "Poemas de un amor agrio y desesperado".
A partir de eso, el efecto fue instantáneo y demoledor.
Causó sensación.
Aparecieron miles y miles de fotógrafos y hubo más clic y clic; y no importaba que saliera todo en blanco, era igual;  salía en portadas de revistas y lo entrevistaban en televisión; editaba nuevos volúmenes de sus libros de poemas y lo invitaban a dar discursos en la Universidad de las Violetas.
Hasta tuvo su sitio web muy visitado en internet que era: www.ajoconpoesíabosquesecreto.org
Cuando el mundo se enteró de que el Diente de Ajo no se podía casar sin el permiso de la familia de la Rosa, su fama estalló.
Fue en las páginas amarillas de la revista "Hola Amor " donde se destapó toda la historia. Luego pasó a la televisión, en una versión adaptada al Teleteatro de las Cebollas Mexicanas, donde obtuvo el mayor rating del llorar  por años.
A partir de ese momento todo se conoció a nivel virtual, es decir, nadie creyó que todo esto fuera posible, insistían y lo hacían posible y muy sazonado en internet.
El raro arte de saber hacer llorar en poesía, con o sin condimento, siempre trae beneficios.  
Primero intervino el Ministro de Educación de los Jardines Perfumados.
Después se hizo presente el Ministro de Relaciones Exteriores de las Cunetas de los Bordes. Luego vino el mismísimo Presidente de El Lugar Más Transparente.
Cuando amenazó con intervenir el Papa del Jardín del  Huerto, la familia de la Rosa ya no pudo decir que no.
No hay quien pueda contra el peso de La Fama de un Poeta, y menos las rosas.
Así que se casaron.
Redoblaron las campanas de esponsales para el Diente de Ajo y La Rosa de Francia.




IV



El casamiento fue de lo más sonado en años en todas las crónicas sociales que se conozcan.
Más bien fue tremendo.
Con sólo la familia del novio hubiera bastado para llenar un estadio, pero hubo más.
El Sindicato de Lo Igual hizo "Paro por Casamiento”, lo cual inauguró una nueva época en materia de reivindicaciones y relacionamiento social. No hubo gremio que faltara ni sindicato que no se preparara; y cada cual con su pancarta, su presencia firme y sus banderas. Armaron sus tolderías de colores y esperaron con sus cánticos alrededor de las hogueras y los cuentos reivindicativos y condimentados de ocasión.
Por supuesto que vinieron miles de estudiantes de ciudades cercanas y  remotas; de todos lados llegaron muy apretujados y entusiastas en sus carretones de primavera llenos del perfume del heno de las  ciencias, sus flores de las artes aplicadas  y  sus pensamientos filosóficos; a los correteos y gritos de conocimientos enamorados llegaron todos al casamiento  empujando por hacerse de un lugar.
Hasta llegaron varias representaciones diplomáticas extranjeras.
Vinieron los ajíes chilenos, que son cuatro: El Ají de Cebiche, que llegó hasta con su plato redondo y su pescado; el Ají del No, que hasta trajo el Sí de tan entusiasmado que llegó; el Ají de la Desconfianza, que llegó muy apurado por miedo a perder el tren de las cosas, y el Ají Pobre, que hasta llegó Rico de tanta mostaza que se echó encima.
También vinieron los Ajíes Chinos, todos con sus bonetes rojos, amarillos o en verde tornasolado,  a los saludos y reverencias chinescas, todos tomados de la mano y formando una cadena serpenteante para no perderse en el gentío.
Por supuesto que vinieron —no se lo podían perder— los intelectuales acaramelados, los ácidos y los con crema; los artesanos del papier maché; los pintores naif; los chefs del inventar;  los cineastas de ciencia ficción; los filósofos de las utopías imposibles; los dibujantes de historietas; los arzobispos del soñar…  
Hasta vinieron los poetas envidiosos en su pomposo aletear.
Ni qué decir que también llegó la Alcaparra Pimentona, que de tan gorda que estaba, hubo que llevarla en andas de aquí para allá. Daba besos a todo el mundo y repartía  propinas de confetis rellenos de salsa de soja.
De la familia de ella también asistieron muchos, porque en ese verano justo coincidió en que fue moda casarse con alboroto y fotógrafos entre las rosas.
Y como había tanta Fama…
Vino la Rosa Roja Pompadour con todo su séquito de damas, pajes, caballeros y coches de embajadores en rojo; vinieron las Rosas Tudor, la Rosa Reina Isabel y la Rosa Mariscala de Flandes, todas acompañadas aristocráticamente por pajes uniformados en pétalos de tonos pastel.
Todas rozagantes llegaron en sus carrozas, cuidando los gestos inútiles para no despetalarse.
Hasta llegó la más famosa y hermosa de todas las rosas: la Rosa Negra Japonesa, que como todo el mundo sabe, y por suerte, cada vez está más lustrosa y más negra.
A último momento también llegó en un taxi apurado la tía de la novia, La Rosa Silvestre de la Enredadera, casi musitando y sorda y apenas pudiendo con los líos de su tallo y sus regalos azules.
Había mucho nerviosismo.
Alrededor de la novia, todo era aleteante en infinidad de muchachas mariposas y libélulas niñas en sus trajes abullonados y flameantes de organdí.
La novia Rosa estaba espléndida, alta y pensativa en su espumoso vestido rosado.
El novio Ajo estaba quietito, bajito y nervioso en su sudoroso smoking blanco, muy engominado y plateado, como convenía a la ocasión.
De pronto sonaron unos clarines.
Se abrieron las puertas de la Gran Abadía del Bosque Secreto.
Dio marcha de entrada la música de "Los Cánticos de la Lluvia", compuesta por las Gotitas Grises del Arco Iris.
Todas las cabezas se volvieron para mirar hacia un costado.
Primero avanzaron las Damas de Honor de la novia. Que eran tres: La Orquídea Blanca Venezolana, lindísima con su copete lleno de puntillas; La Rosa Barroca Chiquita, también lindísima en su chiquitez y la Rosa de Abril que traía ya el perfume de Mayo.
Por detrás y tratando de no desentonar, venían los padrinos del novio, que también eran tres: El Morrón Amarillo Aguado, el Morrón Verde del Guiso y el Morrón Colorado Obispo, todos en riguroso smoking  marrón con corbatín.  
Hubo un murmullo de admiración, seguido del revoloteo de multitud de Polillas Novicias que se apeñuscaban con sus hábitos recién almidonados y planchados en las escaleras del coro.
Había mucha luz y apenas se podía ver.
La novia avanzó por el atrio central del brazo de su padre, el Vizconde De La Rosa.
El novio aguardaba en el altar sostenido por el aliento de su madrina, la Cebolla de Verdeo y de su padre, el Ajo Cabezón.
Por detrás del altar había un órgano de orégano y un coro de cámara  constituido por ocho integrantes:
Dos sopranos Apios
Tres contraltos Nuez Moscada
Dos bajos Pimentones.
Y un tenor que era un Racimito de Perejil.
Todos en verde como en una ensalada.
A una señal de la Remolacha Reventona, que hacía de directora del coro, entonaron a pedido de los padres de la novia, el "Rex Regina in populi mundi" que aunque era muy bonito y se sentía desde el corazón, nadie entendió nada porque estaba en latín.
Sólo la novia entendió.
Y se le cayó una lágrima.
Inmediatamente las cebollas de verdeo, que son todas feministas y las más sensitivas, dieron la señal.
Todas las cebollas pasa y los cebollines comenzaron a llorar, las rosas, los jazmines y los lirios del valle perfumaban a más no poder, mientras  los ajos y los ajíes se apretaban unos contra otros , exudando mucho para ver bien y no perderse ni un solo detalle.
En el aire flotaba un extraño vapor de circunstancias perfumadas.
Sonaron unas campanitas discretas.
Hizo su aparición el Gran Arzobispo del Bosque Secreto: el  Repollo Violeta Tailandés, que venía con su  extraordinaria capa de volados festoneados en plata y estaba acompañado de tres Rabanitos Rojos, que hacían de monaguillos.
Allí dio comienzo la música del órgano de orégano de la Abadía que fue tocado a cuatro manos por las mellizas de Las Confituras de la Confitería.
Muy circunspectas y perfectas en sus trajes de perlitas de colores, tocaron una melodía que era una adaptación musical de la letra de uno de los poemas del Diente de Ajo, esa que se volvió tan famosa:
"Estás tan dulce y dulce mi amada, si hay algo en ti de amargo, amargo soy yo".
La Rosa Cordobesa Española no pudo resistirse de la emoción y castañueleteó un poquito, le dio mucha vergüenza este acto de descortesía, pero menos mal que ni se notó socialmente,  porque justo al lado suyo estaba sentado el Jazmín Paraguayo que la aviolinó discretamente en un abrazo.
Desde lejos se oía el rumor de los intelectuales y artistas que amenazaban aplastarlo todo con una enorme ola de admiración.
Había gran expectativa  pues se aproximaba el momento más importante de la ceremonia.
En algún momento el Gran Arzobispo se acercó mucho a los contrayentes, casi en un murmullo comenzó a preguntarles cosas que eran inaudibles por el inmenso auditorio.
Entonces la luz comenzó a titilar un poco ante cada pregunta que les hacía el Gran Arzobispo; él preguntaba, ellos contestaban cada cosa y la luz parpadeaba, parecía oscilar un poco y otra vez era radiante y enceguecedora.
Y a todo lo que le recomendara que hicieran, la luz escuchaba, entendía  y más los abrazaba en su albor.
Por fin una voz que no se sabía de dónde venía preguntó algo.
Era algo muy concreto y secreto.
La luz se detuvo en su punto más ígneo.
Alguien remoto tosió un poco, escuchó  atentamente… y ellos desde el centro de sus pétalos luminosos respondieron que sí.
Entonces comenzó una música estremecedora a resonar desde la cúpula de La Gran Abadía del Bosque Secreto.
El órgano de orégano dio un acorde grave que hizo vibrar de emoción al auditorio y una voz de tenor se asopranó por detrás, tomó impulso y luego se esparció en forma de miles de racimitos de perejil en el aire.
Como final de la ceremonia se cantó a pedido de los padres del novio, y tocado por los Porotos Negros Uruguayos en sus tamboriles, el candombe "Arriba los corazones de los muchachos", que como su letra es muy conocida, fue coreado a gritos desde los bancos entusiastas de los estudiantes, los artistas, los aristócratas y los obreros.
Tanto los ajos como los verdeos, las rosas, las violetas y los lirios, todos cantaron su letra esperanzada.
(La Esperanza, como todo el mundo sabe, es un poco loca, lo que más le gusta es marearse y si hay mucha gente, casamiento y candombe, mejor.)
El aire era muy raro, estaba sazonado de amor por todos lados y eso, muy pocos pueden resistirlo.
La primera en desmayarse fue la Cebolla Papa, que de tanto entusiasmarse con las lágrimas, se le empezaron a caer las capas de su traje, lo que le hacía exhalar aún más llanto. Terminó chiquita y toda desmayada en transparente.
La segunda en desmayarse fue la Rosa Tudor, que ante tanta tensión se le cayó la corona que fue a parar al órgano de orégano. Estaba muy confundida y temía perder la cabeza;  no sabía si llorar como una cebolla francesa o reír como un ají chino y no entendía muy bien esos nuevos vapores de perfumes democráticos que ella no conocía.
Lo que sucedió después no coincide en los relatos escritos de la época  y muy pocos se animan a dar su versión definitiva.
Bajo los Jacintos Amarillos y Jazmines de Enero había varias carpas con toldos de seda y muchas mesas engalanadas con cintas de colores y convites para tan especial ocasión.
Justo entonces empezaron los fuegos artificiales.
Todo el mundo miraba hacia arriba: la noche estaba centellante de dibujos.
De la emoción hubo algunos que no se pudieron contener y pusieron huevos, otros bulbos y otros semillas.
Despetalarse no se despetaló  nadie, pero se ajó mucha gente ante tanto apretujamiento.
Hasta se ajó el Gran Ajo Apio, que era abuelo del novio.
Lloró un poquito de felicidad y luego se recompuso a las risas.


©Ariel Mastandrea

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viernes, 10 de marzo de 2017

​EL REMEDIO DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Por PEDRO PARICIO AUCEJO

 Todavía conservo los primeros libros de lectura de mi infancia. Son ejemplares -más desgastados por el paso del tiempo que por su uso- de rústicas ediciones populares, con encuadernación de tapas duras y sencillo diseño. Fueron fruto de los regalos con que me obsequiaban familiares y allegados en determinadas celebraciones del año. Su interior ofrecía la amenidad de elementales ilustraciones y la emoción de peripecias extraordinarias. En unos casos, eran obras inicialmente escritas para adultos que, por su éxito, se adaptaron al mundo infantil como auténticas joyas de la literatura. En otros, se trataba de creaciones estrictamente dirigidas a los menores. Su temática oscilaba desde las aventuras de trasfondo histórico a los relatos moralizadores, las ingeniosas fábulas, las modélicas biografías o los cuentos clásicos. El 'Robinson' de Defoe, el 'Gulliver' de Swift, las 'Veinte mil leguas de viaje submarino' de Verne, los 'Cuentos' de Perrault y Andersen... son algunos de los títulos que perviven en mi recuerdo de aquellos tiempos.


Pero fue 'Corazón', del italiano Edmundo de Amicis (1846-1908), el que más se grabó en mi memoria. Se trataba del diario escolar de Enrico -alumno de tercer grado en una escuela municipal turinesa-, que anotaba los principales acontecimientos del curso y los momentos especiales que iban marcando su existencia. Compañeros de clase, alegrías, tristezas y demás sentimientos íntimos de este muchacho van desfilando por sus páginas, entremezclados con las cartas dirigidas a sus padres y con emotivos cuentos mensuales. Publicado este libro en 1860, no solo permite adentrarse en los entresijos del alma infantil sino contemplar la sociedad y la ideología de su tiempo, de los que constituye un verdadero documento histórico.

Este tipo de literatura -que caldeó el ánimo lector de muchos jóvenes de mi generación- fue denostado académicamente durante largo tiempo. Sin embargo, en nuestro país, tuvo en la madrileña Carmen Bravo-Villasante (1918-1994) su firme defensora. Esta polifacética mujer, apasionada de la cultura alemana, fue filóloga y folclorista, escribió poesía y artículos para la prensa, cultivó extensamente el género biográfico (Valera, Pérez Galdós, Pardo Bazán.), redactó prólogos, tradujo cuentos y se relacionó incansablemente con el mundo cultural de España, Europa y América. Pero, sobre todo, fue pionera en el estudio universitario de la literatura infantil y juvenil, que tuvo su refrendo en 1980, con la concesión del Premio Nacional de Literatura Infantil por su labor de investigación. Durante muchos años impartió conferencias y cursos sobre esta modalidad literaria, publicó diversidad de obras al respecto (antologías, diccionarios, ensayos, libros de historia.) y, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, tuvo numerosas iniciativas dedicadas a divulgarla y estimularla por medio de seminarios, talleres, premios y revistas especializadas.

Bravo-Villasante nunca consideró que los libros para niños fueran un género literario menor, sino una de las ramas más florecientes y con más espléndidos frutos del frondoso árbol de la gran literatura, en la que lo único que variaba era el lector. Y esto ha sido así hasta el punto que el público adulto ha estimado como propiamente suyas las obras clásicas de la literatura infantil. «Cuando se piensa que [buena] parte de la vida de un hombre pertenece a la infancia y a la juventud, no es posible desdeñar -decía- la existencia de la literatura infantil y juvenil, y más cuando esa literatura ha producido ya obras maestras, o ha determinado corrientes culturales de enorme interés».


Adelantándose a su tiempo, esta erudita mujer abogó por la idoneidad de aquel tipo de lecturas con el fin de fomentar la imaginación y la emotividad del menor. Por contener estos libros una pluralidad de niveles existenciales y significados culturales, enriquecen la vida del joven mucho más de lo que pudiera hacerlo cualquier otro libro, pues, al tiempo que le divierten, le aclaran su propia personalidad y favorecen su desarrollo. El instinto vital y literario de Carmen Bravo le permitió anticipar la importancia concedida en nuestros días a esta literatura por parte de profesionales de diferentes ámbitos, como escritores, artistas, editores, bibliotecarios, educadores, psicólogos...

En un mundo convulso como el presente, en el que a la vulnerabilidad propia de la infancia se añade -especialmente en los casos de mayor fragilidad- la derivada de los conflictos familiares, la desigualdad social y las dificultades económicas, será bueno contribuir a reforzar el desarrollo del menor y protegerlo -por todos los medios posibles- contra cualquier forma de abandono, crueldad y explotación. El acceso a la educación es herramienta imprescindible en ese proceso de atención y mejora de la infancia. Sin ella y sin la habilidad lectora que la sustenta y conforma no pueden darse las necesarias condiciones de dignidad que todo niño precisa. En las celebraciones onomásticas, de cumpleaños, de Navidad y Reyes, de finalización del curso escolar o cualquier otra en la que los pequeños adquieran un especial protagonismo -e incluso sin él: sólo porque sí-, será siempre un acierto obsequiarles con libros adecuados. Sin duda alguna, con ellos se da un paso firme en la orientación del desarrollo actual de las capacidades del niño y en la preparación de su futura vida como adulto responsable.

​http://www.lasprovincias.es/comunitat/opinion/201703/11/remedio-literatura-infantil-juvenil-20170311010043-v.html​

miércoles, 22 de febrero de 2017

Muliñandupelicascaripluma (EL BOSQUE AZUL) de Constancio C. Vigil


Cuentan que todos los animales que están en el mundo entraron por las tres puertas que había en un principio. Por una puerta pasaron los que andan por el agua; por otra, los que vuelan, y por otra, los que viven en la tierra.

Por esta última puerta pasaron, antes que todos, el elefante, el león, el tigre y el oso y la cerraron, para que nadie se colara sin permiso.

Uno de ellos, por turno, era portero. Y los otros animales que iban llegando tenían que explicar qué servicios le darían al mundo. Si no servían para nada, no los dejaban entrar.

Aceptaron enseguida al mono, porque quería ser portero. Y también entraron muchos otros animales, después de explicar cada uno qué sabía hacer.

Los más chiquitos, como el piojo, la pulga y el mosquito se colaron en este mundo de contrabando, escondidos en el pelaje de animales más grandes.

Cuando ya fueron muchos, buscaron un lugar donde reunirse a conversar eligieron el Bosque Azul.

Allí discutían todos los temas que les interesaban, y lo que decidían era ley para todos.

Un día llegó a la puerta de los animales terrestres uno que tenía cuatro patas escamosas, una cola larga con plumas blancas y negras, pico chato y ojos grandes. En la barriga tenia plumas y en el lomo un caparazón.

Este animal tan raro golpeó la puerta y esperó a que le abrieran.

El elefante preguntó:

—¿Tu nombre?

—Muliñandupelicascaripluma.

—¿Cómo? No entiendo. Escríbelo, por favor.

—No sé escribir.

—Ah… ¿y quieres entrar en el mundo?

—Para eso vine.

—¿Sabes que aquí todos trabajan y que es necesario servir de alguna forma?

—Si tú lo dices, así será.

—Veo que no tienes trompa. ¿Cómo haces para comer?

—Como puedo.

—¿Y qué es lo que comes?

—Lo que venga.

El elefante consideró que el caso era demasiado complicado y llamó al león, al que todos habían elegido presidente de la asamblea de los animales.

El león preguntó:

—¿Qué servicios nos prestarás?

—Los que me toquen.

Al león también le pareció complicado el asunto, así que llamó al mono, quien ya había conseguido que el león lo nombrara su secretario para las reuniones en el Bosque Azul.

Vino el mono, miró a ese bicho tan raro y le preguntó:

—¿Comes bananas?

—Si es algo bueno…

—¿Te gustan los cocos?

—Dame uno para probarlo.

—¿Sabes abrirlos?

—Dámelos abiertos.

—¡Este quiere engañarnos! —exclamó el mono.

El león rugió y el extraño animal que quería entrar dijo, asustado:

—Los servicios que prestaré serán muy grandes. Para alimentarme libraré al mundo del animal más inútil.

—Por ahí deberías haber empezado —dijo el león—. Vamos a estudiar tu caso. Quédate afuera y espera nuestra decisión.

A la noche, los animales se reunieron en el Bosque Azul.

El mono se puso los lentes y leyó:

—Vamos hablar del Muli…. ñandú… peli… cascari… pluma.

En seguida se oyeron risas y silbidos.

Pidió la palabra el tigre y dijo:

—Yo no puedo creer que exista un animal con semejante nombre. Me parece que se burla de nosotros.

—¡Silencio! —rugió el león—. Que el secretario vuelva a leer el nombre del candidato.

Así lo hizo el mono y esta vez nadie se atrevió a chistar.

El hipopótamo pidió entonces la palabra y dijo:

—Propongo que se acorte ese nombre.

—Yo le sacaría eso de “pluma” —opinó el lobo—. No sirve más que para confundir.

—Yo pido que se le saque lo de “cáscara” —dijo el zorro.

—Y yo, “dupeli” —agregó el tigre.

Entonces dijo el león:

—Que el secretario lea el nombre final.

Y leyó el mono:

—Muliñán.

—Suena bien —dijo el hipopótamo—. Mu-li-ñán…Mu-li-ñán

—Ahora —continuó el león— hay que resolver si se le permite o no la entrada. Él asegura librará al mundo del animal más inútil, pues se alimentará de él.

—Pido la palabra —intervino el búho—. Para entrar en el mundo todos demostramos nuestra utilidad. El Muliñán tiene que explicarse. ¡Aquí todos servimos para algo!

—Puede haber habido algún error —observó el cóndor—. El señor búho, por ejemplo, todavía no se sabe para qué sirve.

—Sirvo —respondió el búho— para comer muchos bicharracos que hacen daño. Yo no ataco, como algunos, a las aves más hermosas y más buenas.

—Pido la palabra —rebuznó el burro—. Propongo que se lo destine a reemplazarnos en nuestros trabajos. ¿Por qué tenemos que cargar cosas pesadas?…

—Quisiera saber —preguntó la martineta— cuáles serían entonces los servicios que prestaría el burro.

—Me dedicaría a la música. Creo que mis rebuznos son una prueba de talento para el arte.

El león pidió silencio, y le dio la palabra al oso hormiguero, que dijo:

—¡Dejemos al burro y sus rebuznos y pensemos en el Muliñán!

El león concedió la palabra al elefante, que dijo:

—Voto por dejar entrar al Muliñán. Propongo que se dedique a perseguir y comer a los ratones.

—¡Qué disparate! —dijo el búho—. El elefante olvida que ya existimos los encargados de comernos a los ratones.

—Propongo —dijo el lobo— que nos vayamos a dormir y que, con más calma, mañana por la noche terminemos de considerar esta cuestión.

A la noche siguiente, al empezar la asamblea, el tigre exclamó:

—¡Señor presidente! La asamblea se ha reunido nada más que para resolver si entra o no el Muliñán.

—¡Señor presidente! —añadió el leopardo con tono llorón—. ¡Me preocupa la situación de ese animal que quiere entrar! Hablamos y hablamos sin resolver nada. ¡Se va a morir de hambre!

Y la pantera lloraba a lágrimas viva, mientras decía:

—¡Pobrecito Muliñán!… ¡Esperando tanto tiempo!… ¡Y no se decide nada!

El benteveo pidió la palabra:

—Estoy conforme con que el Muliñán entre y se alimente de lo más inútil del mundo. Yo creo que lo más inútil es lo más feo, y lo más feo es el murciélago.

—El murciélago, señores —mugió el búfalo— es un animal muy útil. Durante las noches, caza sin descanso una cantidad de bichitos odiosos que luego molestan durante el día. Yo propongo que el Muliñán se alimente de tábanos.

—Si seguimos así —interrumpió el zorro—, nunca llegaremos a una solución.

El búfalo no ha calculado los millares de tábanos diarios que necesitaría el Muliñán para alimentarse.

El elefante se acercó al presidente y le habló al oído. Cuando se retiró, el león dijo:

—El elefante ha venido a anunciarme que Muliñán nos pide una respuesta.

Hubo un instante de silencio, y luego una batahola de bufidos, cacareos y silbidos.

—Pido la palabra —gritó el pavo—. ¡Nuestra situación es intolerable, nos rellenan y nos comen! ¡Propongo que el Muliñán sirva para eso: que lo engorden, y lo metan en el horno y se lo coman en Navidad!

Sus palabras provocaron fuertes carcajadas.

La nutria opinó:

—Nunca oí una pavada más grande que la que acaba de decir el pavo. ¡Hasta el lirón se ha despertado con tanta risa!

La comadreja pidió la palabra y dijo:

—Propongo que aceptemos al Muliñán, con la condición de que coma lo más inútil, que son las víboras y las serpientes.

—¡Qué disparate! —exclamó la perdiz—. Víboras y serpientes se alimentan de ratas y ratones que devoran las cosechas.

—Los más inútiles —señaló el cóndor— son los buitres y los caranchos, esas desagradables aves de rapiña.

—¡Apoyado! —exclamó el águila.

—Sin embargo —replicó el ciervo—, limpian el campo al alimentarse de los animales muertos.

—¡Los inútiles son ellos! —afirmó el carancho, mirando al cóndor y al águila con desprecio.

—Los inútiles —chilló la ardilla— son los peces. Imposible comerlos… ¡No sirven para nada!

—¡Y qué sabes tú sobre peces! —le contestó la gaviota.

—¡Señores —dijo el lobo—, no perdamos tanto tiempo. Lo único inútil es lo que está debajo de la tierra.

—¡Que el Muliñán se alimente de lombrices!

—¡Que salga la lombriz! ¡Que hable y se defienda! —ordenó el león.

Ante la sorpresa de todos, la humilde lombriz se asomó a la superficie de la tierra y dijo:

—¿Ustedes dicen que yo no sirvo para nada? Si estoy aquí es porque soy necesaria, quizá más que ningún otro de los animales.

Las risas, cacareos, chillidos y rebuznos obligaron a la lombriz a suspender su discurso.

Cuando se callaron continuó:

—Debería darles vergüenza: ¡Todos ustedes viven gracias a nosotras!

—Vamos, vamos —replicó el lobo—. ¡Hay que hablar claro!

—¡Silencio! –rugió el león.

Todos callaron y la lombriz continuó:

—Si la tierra no está en buenas condiciones, no pueden existir los vegetales, y tampoco los animales. ¿Y quiénes son las encargadas de trabajar la tierra para que sea fértil? Somos nosotras las que renovamos la tierra trabajando día y noche. Excavamos, ventilamos y purificamos. Sin nosotras, el suelo sería reseco y duro. Por eso somos tan numerosas, para que en la tierra exista vida.

—Recibimos una lección de quien está tan abajo, tan abajo que ni sabía yo que existía —dijo el cóndor.

—¡Con todo mi poder, yo sería incapaz de realizar la tarea de la lombriz! —exclamó el león.

—¡Un aplauso, señores, por estas palabras! Los más pequeños también somos importantes —zumbó el mosquito.

—¡Alto ahí! —gritó el mono secretario—. Ese no tiene derecho a opinar. ¡Es de los que se colaron!

Pero el mosquito, al oír las primeras palabras del mono, ya se había escapado.

—¡Lo que dijo la lombriz —añadió el cascarudo— debe servir para que se nos tenga más consideración a los humildes y no seamos pisoteados por los grandes.

—Ya ven —agregó la golondrina— que todos los seres son de alguna utilidad. Los mosquitos se colaron en el mundo, pero nosotras nos alimentamos de ellos durante el día y los murciélagos los comen de noche.

—Es muy útil que alguien se coma los mosquitos y los tábanos —dijo la cebra.

—Este desorden es intolerable —exclamó el tigre.

—¡Señores! Lo mejor será que votemos por sí o por no. ¡Que el secretario junte los votos! —decidió el león.

Así lo hizo el mono secretario, pero era tan grande la batahola, que era imposible saber qué opinaba la mayoría. Algunos, muy astutos, habían votado dos veces. Otros, como los murciélagos, hacían ruidos que nadie entendía.

Ante la confusión, el león resolvió darle tiempo al Muliñán para que pensara en qué podría ser útil y de qué se alimentaría.

Dicen que, cada tanto, los animales vuelven a reunirse en el Bosque Azul. Pero todavía no pudieron tomar una decisión sobre el Muliñán. Por eso, ese raro animal aún no ha entrado en el mundo.

FIN