William Faulkner |
Desde que supe que el Premio Nobel de Literatura 1949-50, famoso por sus obras El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932) o ¡Absalón, Absalón! (1936), entre muchas, tenía un relato dirigido a la infancia, me puse a buscarlo.
En internet no lo encontré, pero sí en una edición de ALFAGUARA INFANTIL de febrero de 2009, impresa en México. Lo he leído varias veces y me llama poderosamente la atención la libertad (o desenfado) con que fluye el conteo de los hechos; la extraordinaria fantasía y la mezcla de elementos.
Entiendo que esta historia se creó para una niña de ocho años en el 1927, (hace 97 años) con la siguiente enigmática dedicatoria:
«Para Victoria
…He visto música,
he oído campanas solemnes sin viento;
mi aire encierra verdades
de esplendor primaveral y cantos de aves.
Ah, deja que se desvanezca:
debe y tiene que ser así; no sufras
sueña siempre tú;
Ella, eternamente joven y hermosa».
Una y otra vez regreso a estas líneas para visualizar la
música y atrapar el canto de los pájaros en una profecía eterna. Al final,
Victoria se convirtió en hijastra de William Faulkner y no dejo de sentir que
«Ella, eternamente joven y hermosa» es una alegoría de su juventud.
El árbol de los deseos tiene los siguientes personajes: Dulcie, la niña que cumple años, su hermanito Dicky, encarnación de la inocencia y la inquietud; Alice, una doncella de raza negra y su aparecido esposo de extraño nombre: Éxodo. También están un viejecito llamado Egbert, su enojada esposa; el pequeño vecino George y el mágico Maurice.
La acción transcurre el día del cumpleaños de Dulcie e inicia con estas palabras:
«Estaba aún dormida, pero sentía que se alzaba del sueño exactamente como un globo: como si fuera un pez de colores en una pecera de sueño, alzándose más y más a través de las tibias aguas del adormecimiento hasta la superficie. Y entonces se despertaría.»
Y así, en
duermevela, ella escucha una voz que la hace abrir los ojos. Es Maurice. Un
pelirrojo que sin ser duende no deja de serlo. «El resplandor de sus cabellos
iluminaba el cuarto». ¿Te imaginas a Mérida de Brave? ¿O Ariel de La Sirenita?
No. Maurice es feúcho, de rostro enjuto, metido en un traje de terciopelo negro
y calzado con medias y zapatos rojos; tiene dos características espectaculares:
sus ojos lanzaban como chispas doradas y llevaba un macuto mágico.
Cuando Dulcie se
levanta de la cama, tuvo la segunda sorpresa: ¡estaba ya vestida!
No se sabe por
qué, George, Alicia y Dicky los están llamando al pie de la ventana, ya que diariamente
eran las primeras personas que veía la niña al despertar… y ¡tercera sorpresa!
Maurice infla una escalera de juguete hasta convertirla en verdadera y bajan
los dos para reunirse con el grupo. ¡En fin! Maurice convierte las cosas
pequeñas en grandes y reales! Su macuto mágico no es todopoderoso, pero
funciona para darles medios de transporte.
Faulkner crea la
atmósfera con niebla y aromas de glicinas (aquí pensamos en Marcel Proust) para
un portal que pasa a los personajes de la realidad al camino de la aventura a
través de lo sensorial.
Muy definida la
actitud protectora de la sirvienta Alicia. Se opondrá siempre que piense que la
madre de los niños no aprobará algún hecho y se expresará con franqueza
despiadada aun cuando retorne su marido fugitivo.
Recordamos que
Faulkner se nutrió de fuentes orales. No terminó los estudios y disfrutaba
escuchar cuanto relato hubiese en boca de cualquiera que supiera narrar en
ranchos, calles y veredas. Dicen que idealizó a su bisabuelo, valiente militar
sureño y a pesar de que no eran adinerados en la etapa de crecimiento de
William, sí que le transmitieron el linaje de los terratenientes que el
escritor transmutó en sentido de la justicia para los afroamericanos,
humanizando a los blancos y descubriendo las debilidades de todas las razas,
porque el ser humano es esencialmente lo mismo bajo la piel y responde a sus
circunstancias.
Y es justamente
esa mezcla de factores que permite a Faulkner convertirse en el innovador de la
novela norteamericana para mostrar al mundo lo auténtico de su mundo.
En este relato
dirigido a la infancia podríamos decir que hay un panorama del ser humano (si
fundiéramos a todos los personajes en uno) desde la infancia a la senilidad.
Utilizando el diálogo, la sorpresa y la imaginación el grupo viaja en ponis de
la raza Shetland, y en carreta, con la meta de llegar al «Árbol de los deseos»
incluyendo la invención de palabras como melomax y guilipus.
Aun encontrando
al melomax, cuyas hojas de colores obedecen a la persona y le cumple los
deseos, Faulkner nos hace llegar a una experiencia religiosa para comprender y
aceptar lo maravilloso más allá de los milagros cotidianos.
Solo quiero despertar el deseo de leer la obra y sencillamente pongo punto final con la
siguiente cita de la página 20:
«—Porque soy
Maurice —respondió el pelirrojo—. Y, además, en los cumpleaños puede suceder
cualquier cosa —añadió con gran seriedad».
Leibi NG
30/11/2024